viernes, 5 de abril de 2013

Los ojos de fuego

Quizás estos delirios del lenguaje y la imaginación sean, por el momento, inofensivos. Quizás les falten cicatrices de tiempo. Por ahora, sólo hay una joven bruma rosa rondando las afueras de un bosque inexplorado, en el cual no se encuentra fantasía alguna. Por eso es que las ninfas y los ermitaños olvidados tienen mucho cuidado de extraviarse a las costas, a la vez que añoran sus aguas místicas que brillan y aúllan, cual sirena llamando desde un peñazco solitario. Los cantos son oídos de forma muy leve y por unos pocos, mientras estas voces subrepticias se mezclan con el rumor de las hojas, estos seres sin rostro deambulan lentamente, desconociendo su ingrato devenir (ingrato para lo que alguna vez han sido) de polvo y magia en el vasto océano. Los locos son perdidos ante los ojos de los ancianos, ciegos desprovistos de razón, que se degradan en una putrefacción sin snetido, menos poética que la de las flores. En verdad, este descenso sacrifica el cuerpo entero en honor a las llamas del infierno dorado. Incluso la mente exige sangre, y todo el mar se teñirá de rojo, para alarma de los hombres y para anunciar a los demonios que un nuevo ser de luz destructora se les unirá. Entonces los ojos se tornan inservibles, junto con los juicios pasados, pues es dentro del nuevo idioma donde ocurrirá la vida. En el infierno, las reglas son la lucidez y la soberbia, la estética de la coherencia y el odio a la estupidez, y una parcial intolerancia a la debilidad. Sólo cuando haya pasado tiempo suficiente se podrá hablar de La Belleza. El hombre de fuego no será como occidente ha predicho, ni como los destructores de occidente quieren, será grandeza pura ardiendo en la propia finitud de su cuerpo. Edificios y café, uñas, vergüenza, palabras que suenan y resuenan, ratas, televisión en un cuadrado, aviones, hoteles, canciones, pájaros, asientos de colectivo, lluvia, racismo, indolencia, vejez; son suciedades que de buena o mala gana, acabarán por ser aceptadas sin superación. Las llamas jamás podrán dar fin con lo que se ha determinado en llamar "no-muerte". Sólo el sepulcro limpiará los infiernos de todo suplicio. Hasta ese momento habrá inexactitud, literatura, dialéctica, falsedad, burla, paisajes en terrenal decadencia. Las enumeraciones otorgan poder, son un enroscarse sobre el eje, y, paulatinamente, el hombre adquiere el verbo, espada llena de veneno, para dañar con las palabras las manos y los pies que viven. Pero no por fortuna, o desafortunadamente, el hombre no es la muerte; no posee la capacidad de quitar la vida. Nueva estrepitosa caída para el joven, su paso por las profundidades no le han dado más que arena, y la ha usado erróneamente para tapar su fuego. Sin alas, sin gritos que adopten la forma definitiva de Lo Uno, el imperio del aire comienza a pesar y a aplastar los hombros de nuestro protagonista, reducido a un niño desagradecido y de ceño fruncido. Lo que antes era mente ahora es dolor. Pero el aire no destruye a nadie, es condición de posibilidad para la expansión del fuego, para erigir tronos, y artefactos que pertenecen al orden de la divinidad. De pronto, regresan los sentidos, y los diferentes ojos se funden en la historia; el bosque y su bruma, el fuego y el aire, el hombre y la muerte.

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