Las luces
apagadas. El ruido de la heladera va y viene, confundiéndose con el fondo de
pensamientos cada vez más oníricos. Divagues, qué hora es y cuánto tiempo hay
de descanso hasta mañana, algún plan que es importante no olvidar. Más
profundo, menos articulación, menos texto. ¿Se reprime durante la noche? ¿Hay
un otro que piensa, que selecciona, que recorta, decide y siente? Al volver la
conciencia sólo quedan huellas, imposible rastrearlas. Respirar. Marcar un
ritmo constante al inhalar y exhalar ayuda a conciliar el sueño. Cualquier
actividad, de hecho, mientras sea sencilla, irreflexiva y repetitiva;
irreflexiva y repetitiva; irreflexiva y repetitiva. Ser como una máquina.
Contar ovejas. Trabajar no es más que acallar la mente para dejar al cuerpo hacerse
cargo, volviendo todo un proceso fisiológico. Pero algo falla. Algo golpea,
quiere salir. El yo no está listo para apagar las luces (por más que ya lo
estén en la habitación y en toda la casa). Es un estado intermedio, tortuoso,
donde el tiempo se vuelve un río, y el transcurso de un instante no se
distingue del de una hora. Mirar el celular es hacer trampa, es abandonar dicho
lugar y decantarse por la vigilia. Flotando en la cama uno se enfrenta con lo
que realmente le pasa. Ella intentó ignorarlo varias noches, pero el silencio
la hostigaba. El aturdimiento deliberado hacía cada vez menos efecto. Un libro,
un juego, deambular y volver a intentar. Se fascinaba por su tormento. Todos
los conocimientos que poseen los seres humanos, especialmente de moléculas,
carnes y astros, y aún así somos un misterio para nosotros mismos. "¿Para
qué sirve el cuerpo si no se puede dormir?" pensaba. Pero esto ya venía
pasando desde hacía mucho, no eran ideas nuevas. Pensar en la falta también era
una costumbre para ella. La indecisión la hacía retorcerse. ¿Cómo saber si una
carencia es culpa del mundo o es propia? Para lo primero, estoicismo, y para lo
segundo, responsabilidad y acción. Lo incómodo es que el tiempo pasa aunque uno
esté estancado en sus resoluciones. Y ella ya no sabía qué hacer. Le surgían
viejos recuerdos que la hacían rabiar (indicio de que el problema sigue
fresco). Con los ojos se ve lo que está enfrente (oscuridad), y el cuerpo yace
en una cama, pero la mente ve lo que quiere ver, y está donde quiere estar.
Este querer no tiene nada que ver con la voluntad del yo, y eso es lo
desesperante. Ella estaba viéndose como en una película, noche tras noche. La
actriz era una marioneta controlada por la fantasía: a través de sus acciones
la espectadora se castigaba en la amarga reflexión de sus recuerdos. En verdad,
no era tanto una reflexión, porque esos procesos ya se habían llevado a cabo
incansablemente. El lector desinteresado podría pensar que, entonces, esto
ayudaría a dormir. Sin embargo, en este caso la repetición no hacía callar,
sino que era activa, reviviendo dolores antiguos. Lo que una vez estuvo, ya no
está más. Esta ausencia provoca una revisión de todo el pasado a la luz de ella
(irónico, la luz de una ausencia, una luz que refuerza el hecho de que eso
desapareció). Es el problema de la experiencia: altera las vivencias, y las más
de las veces las enturbia, porque con el paso del tiempo todo se muere, se
pierde o se rompe. Ella lo cuidaba. Lo que queda es la pregunta de si valió la
pena, sobre todo en noches de insomnio irresoluble. Ella lo cuidaba.
Naturalmente, lo consideraba valioso. Tal era así que incluso en su partida
ella seguía confiriéndole sustancia, aunque fuera en la forma de un hueco. Al
mantener la grieta, ella misma se agrietó, y es eso lo que duele y no deja
dormir. No fue que ella dejó de adorarlo. Si hubiera sido así, entonces no
sufriría ninguna falta. No se extraña lo que no se quiere. A ella, que cuidaba,
la abandonaron. Ya hace rato que está la luz prendida; cuando uno persigue los
problemas que lo persiguen a uno, puede despedirse de intentar conciliar la
tranquilidad. Esto lleva a la patética escena de la solitaria inacción inundada
de luz. Ahí es que la quietud de los muebles iluminados señala y acusa. De
nuevo ella, sentada en su cama, mirando vacíamente al frente, piensa: "No
puede ser tan difícil algo tan sencillo". Algo tan sencillo, cerrar los
ojos, saber qué aqueja, saber qué hacer. No puede ser tan difícil, dormir,
conocerse, actuar. Las palabras nunca podrán reemplazar a las acciones, por
mucho que inspiren. Ella, contemplando la puerta, el escritorio, está cansada
de palabras. Pero ella, moviendo sin propósito sus ojos, sus articulaciones, no
tiene la menor idea de cómo obrar, por lo que cae una vez más en el punto cero.
Ya quiso reprimir, y ya quiso rememorar. Se precisa una acción. Debía cuidarse
ella misma, y dejar de depender de su esclavo para sentirse ama. Debía dejar
ir, debía encontrar el cierre (aunque ningún cierra sea definitivo).
Luego, se
levantó de una vez de la cama, y con resolución juntó toda memoria, toda
lágrima, todo objeto del pasado que la encadenaba. Los juntó y se puso a
caminar alrededor. Los vivió, los sintió, los pensó. La adrenalina la
desbordaba. Se admitió sinceramente quién era hasta ese momento, y con firmeza
se miró al espejo, apretujando los dientes. Bañada en lágrimas se gritó quién
quería ser, y una vez éstas cayeron al pérfido montón, ella llevó a cabo la acción.
El sufrimiento y la incertidumbre encuentran su límite en el hartazgo y en el
valor. Y ella tuvo el valor.
Finalmente
apagó las luces, y exhausta, se desplomó en la cama.
Miércoles
29/07/2015, a las 2:15