viernes, 15 de marzo de 2013

Carta a los gusanos

Mientras escribo, la noche cubre con su manto más melancólico este paisaje que se aleja lentamente, con el tren mirando en dirección opuesta, y los rieles crujiendo duramente. En este fragor ensordecedor se refugia mi culpa, y puedo sacar a relucir mi indiferencia de sangre fría. Las tímidas luces del techo permiten a los pasajeros dormir de sus pasados, de sus remordimientos, son pequeños destellos de posibilidades esperanzadoras, única creencia verdadera del hombre errante. Porque para el viajero no existen dioses o culturas, sólo el brillo de lo desconocido, que puede ser cualquier cosa menos una prisión para la imaginación.
Ellos caminan con la certeza de que el ser humano nació libre de todo pecado, y que se puede nacer varias veces a lo largo de la vida. Por supuesto, yo no creo en todas estas tonterías, esa maraña de sofismas inventados para regocijarse en la propia triunfante soledad de la mente que maneja al cuerpo. Nada más común en la tierra que la traición, y junto con la traición, las tapaderas, las palabras encargadas de reducir nuestra condición humana a espejos. Somos una semilla incrustada en el centro mismo del mal, de eso estamos hechos. Y quien no quiera verlo es un cobarde. Más allá de cualquier discurso permanece el inefable mal, por eso callamos el secreto y miramos a los criminales con falsa reprobación, admirando para nuestros adentros la genialidad de los que intentan recobrar la pureza perdida.
Pocas cosas se le asemejan. Quizás la furia o la exaltación durante el acto sexual. Pero no, es para el otro lado. Es en el más crudo frío, lleno de ideas de gritos ahogados, donde una mirada severa clava la realidad en la piel. Y esta marca indeleble, de rojo congelado, cuyo sello aparece con suerte una vez en la vida, es la que concede el poder de alimentarse del polvo, de no hablar nunca más. Es como una muerte, la víctima queda impregnada como un instinto, en medio de los ojos. Desaparece el correr, en esa quietud la fina fiera se envuelve de sombras y muerde la herida, por el puro placer de la sangre, y, con la lucidez intacta (de hecho, más encendida que nunca) se inicia el solitario camino del cuervo. Los colmillos aúllan bien hambrientos, piden más. Es ahí cuando se debe esquivar la lujuria y escapar. Yo elegí el tren.
Estoy rodeado de tahúres y granujas de la peor calaña. Los veo fumando sus cigarrillos repugnantes, sin embargo no me provocan nada. Una leve mueca de disgusto, pero no se atreven a acercarse porque huelen la muerte en mí, y no es un sabor ordinario, sino el miedo mismo. Cuando este tren llegue a destino, muchos dirán a sus amigos o a una prostituta "esta vez sí que lo he visto, llevaba un abrigo negro y todos los sepulcros en los ojos".
No sé qué haré, ahora que mi objetivo ha sido cumplido, no pretendo manchar mi historia con torcidas acciones futuras. Pero...¿por qué no he encontrado todavía mi calma? Maldito torbellino insoportable. Rechino los dientes, serán acaso mis suspiros, o las ansias de buscarme en los otros, de reconocer mi propia oscuridad fuera de este cuerpo, sin condena ni vergüenza. Sí, puede ser eso. Creo que hemos hecho el silencio suficiente, es hora de gritar, pero de otra forma. ¡Que todo este sucio pasillo me escuche rugir! ¡Soy el asesino de la humanidad, soy el mal! Vengan, gusanos, mírenme, he bajado todos los escalones y fatigado estas tierras tenebrosas. Ahora he vuelto. Vengan, gusanos, espero sus golpes como el sediento pide una tormenta que lo ahogue. No quiero escucharme más, así que hablen ustedes. Agárrenme de brazos y piernas y arránquenme las palabras, se las regalo. Después de todo, somos hermanos, y estoy harto de esperar en esta noche muerta. Asomarán los primeros rayos del sol, y yo romperé mi sello. Hablaré y estaré listo para recibir la dulce marca en mi pecho.

domingo, 3 de marzo de 2013

Lucero

El único sonido atinado es el grito de un cráneo de dientes rechinantes.

Sólo la exasperación, fruto del miedo jadeante.

Un ceño fruncido al morder el polvo de la resignación.

Entre estas últimas sensateces vuelan los destellos de la locura, brillando siniestros en el apuro irreflexivo de la bestia.

Pura carne como escape a la aplastante derrote del dolor del retorcido mundo. Metamorfosis de larva embriónica a sepulcro macabro.

Ya no hay frenos en los que fijarse ni ojos que puedan mirar adelante o detrás.

En el fulgor del estómago reside la crisálida negra de inalcanzables pulsiones. Muerde las sombras, las corrompe, las vuelve esclavas de la luz en un enfermo juego social.

Los huesos transpiran en un crecimiento agitado, provocando un dolor infernal, digno del llanto culposo de una niña. Virginidad masacrada, inefable deseo enorme.

Tonterías de frase hábil; vergüenza del salón rodeado de cabellos burlones dentro de una risible lógica.

Cansancio de inmóvil hartazgo; soy un lobo, o la tierra. Soy el espacio entre el día y la noche.

Por más que una regla separe los momentos, el dulce escape es el mejor sabor. Superior a luciérnagas oficinistas, desciende a las profundidades de la intimidad vedada por una inmensa mímesis que alimenta la expectativa de la delicia.

Dolor en la habitación sin respiraderos, sangre honrosamente defenestrada en el piso. Los conjuros indeterminan cualquier imagen posible.

No quiero ser uno ni dos, sólo infinito, por más que ocurra en el sufrimiento.

Estrellas errantes atraen como sirenas que embellecen el oído del perdido. Luego, instantáneamente caen como meteoritos perforadores que traen los soles a la madera que piso, quemando mi piel anhelante que se aferra desesperadamente a los hermosos ojos azules del lobo,
al grito del león,
al canto de sirenas estrellas,
al oscuro secreto tesoro que se derrumba y me arrastra consigo
lamento insoportable.

El efecto se detiene, la ilusión va desenmascarándose y queda un frío reposo en el lecho sempiterno.

sábado, 2 de marzo de 2013

Señor de las moscas

El asco es como poner una cucaracha en una licuadora, mirarla retorcerse y girar inútilmente. Los ojos también se retuercen y giran, y no pueden pensar en otra cosa más que en el vómito de la muerte, esa arcada áspera que tensa la garganta y turba la imaginación. De un momento a otro aparecen bichos de múltiples patas peludos, cráneos repletos de arañas que se ocultan en una sucia habitación acechada por moscas, y el pobre sujeto de débil estómago que no puede soporatar este desagradable espectáculo hace una mueca intranquila, cerrando duramente los ojos y sacando la lengua. Desearía estar desnudo en alguna rosa poética, con algún piano de jazz relajante, pero en vez de eso se le revuelven las tripas en contemplación de la fealdad de mariposas y piojos. Lo irónico es que su displacer se vea causado por simples criaturas inocentes, mientras permanece impávido a los horrores del dios de los hombres, ante la execrable creación de los detestables valores morales, al escupitajo que es existir y tolerar la vida humana, despreciando pobres pequeños puntos del vasto universo. Al presenciar imagen tan injusta, mi paciencia se hartó, y, cansado de permanecer pasivo ante la situación, bañado en excrementos y con gusanos saliéndome de los poros, decidí acercarme al mal encaminado sujeto y, poniendo mi voz lo más animal posible, le informé acerca de su error. Al hablar, pequeñas avispas surgían de mi boca, sus leves zumbidos acompañaban mi grave tono de ancestral tierra putrefacta. Antes de que él se diera cuenta, nuestro suelo se había vuelto una ciénaga mohosa, cubierta de musgo y rodeada de bruma. El hombre (o mujer, me resultan todos iguales los de esa sucia especie) sólo acertó a agarrar una roca y lanzarla hacia mí, en un estremecimiento de cuerpo y voz. La roca se estrelló contra mi cabeza y explotó en salpicaduras de sangre y bilis, una parte considerable lo manchó. Lo miré fijamente, mi rostro era el rostro de la naturaleza, y yo reía con el canto de los vientos, que transportaban el semen que hacía florecer al mundo. Escuché en devolución gritos de desesperación e ininteligibles palabras humanas, luego echó a correr a tropezones hacia la gran torre de basura que ellos gustan en llamar ciudad, protegida por su dios abyecto. Entramos en una persecución que asemejaba a un pasaje onírico, el movimiento era difícilmente perceptible, y yo no dejaba de reír. El pantano se iba volviendo tierra, pero era casual, sino un camino hecho por ellos. A medida que se escapaba, nos acercábamos, y yo detrás comenzaba a sentir el olor aumentando, el aire corrosivo me sofocaba. Las vestimentas, los mercaderes, el cemento, la mentira, sus rostros llenos de palabras llenas de nada, cada uno de esos elementos contribuía a la formación de un aliento impúdico, antinatural, repelente. Mis gusanos empezaban a morir en una lenta agonía, y su sol artificial me quemaba los párpados. El hombre, ahora acompañado por toda una multitud de manchas asquerosas, me lanzó un escupitajo. Gracias a esa inintencional muestra de misericordia pude volver sano a mi hogar. Lo hice rápidamente, sin pensarlo dos veces. ¡Maldición! Esas pestes eran muy fuertes para ser tomadas tan a la ligera, no serían erradicadas tan fácilmente. Preciso un arsenal de mis mejores viscosidades. Volveré, oh humanos, y se arrepentirán de todas sus construcciones inmundas, y se arrodillarán ante las maravillas, y abrazarán a cada criatura que alguna vez hayan llamado horripilante, y el esplendor de la tierra los colmará de humildad, y entonces dejaremos de ser enemigos.