sábado, 2 de marzo de 2013

Señor de las moscas

El asco es como poner una cucaracha en una licuadora, mirarla retorcerse y girar inútilmente. Los ojos también se retuercen y giran, y no pueden pensar en otra cosa más que en el vómito de la muerte, esa arcada áspera que tensa la garganta y turba la imaginación. De un momento a otro aparecen bichos de múltiples patas peludos, cráneos repletos de arañas que se ocultan en una sucia habitación acechada por moscas, y el pobre sujeto de débil estómago que no puede soporatar este desagradable espectáculo hace una mueca intranquila, cerrando duramente los ojos y sacando la lengua. Desearía estar desnudo en alguna rosa poética, con algún piano de jazz relajante, pero en vez de eso se le revuelven las tripas en contemplación de la fealdad de mariposas y piojos. Lo irónico es que su displacer se vea causado por simples criaturas inocentes, mientras permanece impávido a los horrores del dios de los hombres, ante la execrable creación de los detestables valores morales, al escupitajo que es existir y tolerar la vida humana, despreciando pobres pequeños puntos del vasto universo. Al presenciar imagen tan injusta, mi paciencia se hartó, y, cansado de permanecer pasivo ante la situación, bañado en excrementos y con gusanos saliéndome de los poros, decidí acercarme al mal encaminado sujeto y, poniendo mi voz lo más animal posible, le informé acerca de su error. Al hablar, pequeñas avispas surgían de mi boca, sus leves zumbidos acompañaban mi grave tono de ancestral tierra putrefacta. Antes de que él se diera cuenta, nuestro suelo se había vuelto una ciénaga mohosa, cubierta de musgo y rodeada de bruma. El hombre (o mujer, me resultan todos iguales los de esa sucia especie) sólo acertó a agarrar una roca y lanzarla hacia mí, en un estremecimiento de cuerpo y voz. La roca se estrelló contra mi cabeza y explotó en salpicaduras de sangre y bilis, una parte considerable lo manchó. Lo miré fijamente, mi rostro era el rostro de la naturaleza, y yo reía con el canto de los vientos, que transportaban el semen que hacía florecer al mundo. Escuché en devolución gritos de desesperación e ininteligibles palabras humanas, luego echó a correr a tropezones hacia la gran torre de basura que ellos gustan en llamar ciudad, protegida por su dios abyecto. Entramos en una persecución que asemejaba a un pasaje onírico, el movimiento era difícilmente perceptible, y yo no dejaba de reír. El pantano se iba volviendo tierra, pero era casual, sino un camino hecho por ellos. A medida que se escapaba, nos acercábamos, y yo detrás comenzaba a sentir el olor aumentando, el aire corrosivo me sofocaba. Las vestimentas, los mercaderes, el cemento, la mentira, sus rostros llenos de palabras llenas de nada, cada uno de esos elementos contribuía a la formación de un aliento impúdico, antinatural, repelente. Mis gusanos empezaban a morir en una lenta agonía, y su sol artificial me quemaba los párpados. El hombre, ahora acompañado por toda una multitud de manchas asquerosas, me lanzó un escupitajo. Gracias a esa inintencional muestra de misericordia pude volver sano a mi hogar. Lo hice rápidamente, sin pensarlo dos veces. ¡Maldición! Esas pestes eran muy fuertes para ser tomadas tan a la ligera, no serían erradicadas tan fácilmente. Preciso un arsenal de mis mejores viscosidades. Volveré, oh humanos, y se arrepentirán de todas sus construcciones inmundas, y se arrodillarán ante las maravillas, y abrazarán a cada criatura que alguna vez hayan llamado horripilante, y el esplendor de la tierra los colmará de humildad, y entonces dejaremos de ser enemigos.

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