viernes, 9 de marzo de 2012

El Señor Que Había Soportado Todas Las Penas

Nos tuvimos que refugiar en la carpa por la lluvia. El frío, mi garganta y todo eso. Cuando bajó la tormenta el estómago nos ganó y fuimos a comprar algo de comer. Unos sanguches de milanesa que nos sacaron el hambre de una forma muy satisfactoria. Ya de nuevo dentro de la carpa y con los corazones contentos nos pusimos a hablar y a reír. A medida que pasaba la comida y el tiempo se iban nuestras ganas de mantener los ojos abiertos.
Los chicos se acostaron a escuchar música, yo no tenía y estaba muy oscuro para leer, así que me ubiqué cómodamente en mi bolsa de dormir y empecé a mirar alrededor, a pensar. Me imaginé de vuelta en mi casa, con mi familia, mis amigos, con los problemas de siempre. Uh, éstos ya se quedaron dormidos, o la música es muy relajante. Qué bueno que acá adentro no haga frío ni calor, porque esta tarde el sol no nos dejaba en paz, y se sabe que a la noche el viento azota fuerte.
En lo que voy observando alrededor de la carpa y diciendo para mis adentros lo linda y espaciosa que es, diviso una silueta cerca de la ventana izquierda, o sea cerca de donde estaba yo. ¿Qué había en ese rostro que me interesaba tanto? Tal vez su melancolía, su adulta resignación después de una vida dura, o los ojos cerrados, como aplastados. Ese diminuto sombrero y la línea que descansaba todo a lo largo de sus cachetes representando su boca terminaban de atribuir una apariencia humana al pliegue de la carpa. Y un poco de luz para hacerlo resaltar de los otros potenciales hombres, que por ahora eran simples trozos de tela de la carpa.
Me lo quedo examinando un buen rato, algo así no podía permanecer tan quieto, tan desconocido. Aunque en parte era su pequeñez lo que lo iluminaba al Señor-Que-Había-Soportado-Todas-Las-Penas.
Sí, tenía nombre. Siempre lo había tenido. El sombrerito le da el título de "señor", creo. También me parece que es asiático, pero lo siento en Inglaterra, y es como si occidente entero lo hubiera atravesado para romperle los hombros. Pobre señor. Tan trabajador, tan real. Sólo una superficie doblada azarosamente dirían algunos, pero no, estaba ahí. Podría haber tomado cualquier otra forma y era así, verdadero. No era casualidad que aquella carpa tomara aquella forma en aquel momento, y que yo estuviera ahí para verlo. De alguna manera yo estaba destinado a observar al Señor, a reflexionar sobre su condición y la de todos los seres humanos, que él canalizaba en su mirada silenciosa.
Un ronquido, dos. ¿Será que mis amigos están profundamente dormidos, o a punto de despertarse? No importa. Dormidos o no, ellos jamás lograrían comprender esta existencia, tanto dolor junto es difícil de soportar, incluso si sólo se lo ve leído en las facciones de una cara. Y no es por despreciar a los chicos, simplemente sé que no lo apreciarían. Yo apenas puedo entenderlo, apenas si me levanto o cambio de posición la figura es una anciana o un sapo muy gordo. ¡Y pensar que si alguein apagara la luz, si pasara un viento fuerte, entonces el Señor desaparecería! No, no, inconcebible. Como mucho que una brisa le vuele el pequeño sombrero al moverlo, pero no más. Ya suficiente ha sufrido este hombre para que encima lo quieran borrar de la existencia.
Habría que encontrar una forma de preservarlo; una foto, un dibujo, el control total del ambiente para que no se modifique ni el más mínimo detalle, ni la luz, ni el clima, todo intacto. Pero no, todas esas ideas eran infructuosas. El Señor estaría condenado al olvido. La tela de la carpa podría ser otro rostro, alguna forma interesante, pero nunca así.
Lo miro, lo memorizo (finalmente decidí agregarle el cuello que no estaba seguro de agregar). Hablo con él en mi mente, vivo sus imágenes quietas, llora mi corazón (de alegría por haberlo visto, de tristeza por haberlo visto) y poco a poco se van cerrando mis ojos.
Al salir el sol ya hubo una serie indeterminada de cambios, pero el viento sorprendentemente no el movió ni una pestaña al Señor-Que-Había-Soportado-Todas-Las-Penas. La luz lo había deformado ligeramente, pero su melancólica esencia permanecía. Mis amigos se despertaron y luego de desperezarse, sus caras anunciaban con un gesto (nunca serían tan precisos e impecables como el Señor) que en un instante habría de llegar lo inevitable y común; la ida hacia el siguiente pueblo, la carpa guardada, la imagen del Señor destruida para siempre. Ellos estaban listos para quitar la funda, pero algo faltaba: yo. En vez de estar afuera en una punta para tirar de un lado, estaba adentro, en el rincón izquierdo junto a la ventana, con las rodillas flexionadas y en una posición defensiva pero a la vez hostil.
Mis compañeros de viaje se lo tomaron como un juego, se rieron y me dijeron que andábamos apurados, que había que tomar el próximo micro que salía. Mi expresión se mantuvo intacta y ellos lo notaron. Se miraron como confundidos y ahí se selló el inicio del conflicto. Vinieron ambos hacia mí y los rechacé con un empujón y un grito de batalla firme. La situación se repitió algunas veces más y entonces decidieron venir primero uno y después otro. Los seguía empujando, en dos tandas ahora. Se veía una situación absurda, pero luego de haber vislumbrado el rostro todo cobraba sentido y una importancia enorme. El Señor melancólico me daba fuerzas, lo hacía posible, por él lucharía con todo mi espíritu.
No eran rivales para mí, fue cuando empezaron a llegar algunas personas de las carpas próximas cuando se complicó un poco. De cualquier manera, seguía defendiendo la posición. Eran cuatro, eran cinco, pero yo dominaba. Gruñía como un animal para demostrar mi embriaguez. Seis, siete. El Señor-Que-Había-Soportado-Todas-Las-Penas merecía vivir. ¿Por qué querían destruirlo? Su imagen me animaba a seguir.
El octavo oponente sacó la soga donde se colgaba la ropa y decidió usarla como arma. Ahí cambiaron las cosas; con habilidad el hombre me enlazó los pies. Unos festejaban mientras otros descargaban golpes en mi cuerpo. Intenté zafarme pero rápidamente los puños y patadas me dejaron fuera de combate. No alcancé a ver qué hacían con el señor.
La habitación tiene las paredes de un blanco fuerte, la cama muy comfortable, y me dan tres comidas al día, son muy amables. Cada vez que pido diarios o algún tipo de papel los recibo al instante. Aunque me tome el resto de mi vida voy a seguir intentando y doblando para lograr ver ese rostro, ese rostro que he perseguido todos mis días. Una vez visto la existencia carece de sentido sin él. He de encontrarlo, he de encontrar al Señor-Que-Había-Soportado-Todas-Las-Penas.

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