miércoles, 28 de septiembre de 2011

La estatua.

Cada mañana Facundo iba a ver la estatua. Se paraba frente a ella y la miraba fijo. Llegaba el mediodía y volvía a su casa a almorzar. Pensaba un rato en la estatua y se dirigía a las afueras del pueblo para continuar la contemplación. Cuando caía la noche, la madre lo iba a buscar y lo llevaba de regreso al hogar. Así fue las primeras veces, al cabo de unos días ella se acostumbró a la extraña afición de su hijo y lo esperaba tranquila con la comida preparada. No entendía por qué Facundo se veía tan fascinado por aquella estatua, que había sido hecha en honor a un niño perdido. El chico se había escapado de su casa luego de una discusión con su familia. La última vez que se lo vio fue corriendo hacia el bosque. Los padres decidieron construirle una estatua en su memoria.
Una noche, terminada la cena, la luna enrojecida iluminaba el rostro de Facundo observando la figura petrificada del nene. No percibía nada a su alrededor, la vista fija en aquellos ojos sin vida. Poco a poco el tiempo pasaba, hacía rato que su hora de volver a casa se había cumplido. A la vez, la madre entraba en la habitación del hijo para desearle dulces sueños. Cuando descubrió su ausencia salió disparada al lugar.
Todas las luces de las casas apagadas, el silencio llenaba la oscuridad, sólo interrumpido por los pasos precipitados y el jadeo de una madre preocupada. Llegó y vio una espalda de piedra. Dio la vuelta para sorprenderse al encontrar otra espalda de piedra. Todo se llenó de confusión. El sol salió y el pueblo entero se reunió a presenciar el hecho. La madre lloraba, no comprendía, pero nada de eso importaba. Ya era demasiado tarde; no se podía distinguir cuál era Facundo y cuál era la estatua.

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