Mi inútil cuerpo reposando, mi vieja alma quieta en su lugar. El silencio llena la habitación de oscuridad, que me rodea la mente y la nutre. El aire otorga estatuas vacías para que obtengan vida en el mundo. Se llaman ideas, y sirven para bien poco.
Por eso no me muevo mucho, porque no tiene sentido. Cuando hace frío me reconforta el fulgor de mi propio brillo, que me salpica en espasmos de tiempo. El dolor se calma con medicina o naturaleza, y la angustia, inventando una estatua. Todo está bien.
Sin embargo no me muevo. Cada sistema tiene su falla, cada estatua su grieta. La vida no es perfecta, entonces elijo la muerte. Contemplo este defecto y noto que es un pequeño agujero que en realidad es un abismo entero, infranqueable, tenebroso. Lo miro, tan eterno, es lo único que me podría hacer mover. Ni mundo, ni placer, todo falso, solamente elijo destrucción. Ahí está la verdadera redención.
Su calor me llamaba, yo inclinaba la cabeza hacia abajo, ese abajo que deseaba con fervor, ante el cual me rendía. El universo era prácticamente nada en comparación a ese desaparecer que encantaba mis ojos, que atría hacia sí a todo mi ser.
La realidad de repente se tornó opaca, cambió a un color verde amarillento. Mis párpados cedían y lentamente me entregaba al juez absoluto, mientras gozaba de un éxtasis inexplicable. Todo comenzó a girar. Yo no lo veía, pero lo mismo lo sabía. Empezó a ausentarse el sonido, sólo restaba ese salto final para sellar mi pacto y ser uno e infinito en la eternidad.
De pronto, como saliendo de un largo trance, inclino mi cabeza hacia arriba. Recuerdo el sol, el mundo, todas esas mentiras suavemente imperfectas. Entonces sonrío, y me alejo del abismo.
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