Miro una hormiga. Me siento un grano de arena cada vez que miro una hormiga, o una cascada. Si me cayera de una montaña o me picaran cien avispas, poco me importaría en este momento, ya que la naturaleza puede disponer de mí como quiera. O al menos debería poder, pienso yo. La historia humana es en su totalidad un intento fallido por superar a la tierra, creando dioses, creando ciencia. Hasta ahora nunca hemos logrado nuestro objetivo de controlar el cosmos (acaso jamás lo cumpliremos). Inventamos la metafísica (gran mentira), la lógica, hasta el momento nuestro lenguaje más adecuado, pero aún así no somos lo suficientemente perfectos para cerrar un círculo, para encontrar su inicio o su final, para estar seguros aunque sea de dos cosas (de una estamos seguros, y eso es que no podemos estar seguros de nada). Tampoco somos capaces de explicar nada, cuando decimos río, la palabra ya perdió todo su significado. Esa unión arbitraria de las formas r-í-o (conocidas como erre, i o i con tilde y el círculo llamado o) no representa en absoluto el fluir del agua o la tranquilidad. En verdad, no es para nada un río, sólo lo simboliza. Miles de años intentamos encontrar un algo, un algo real, un algo a lo que aferrarnos. Y sólo encontramos los mismos símbolos que inventamos en el pasado. ¡Dios mío! Qué ínfimos y solitarios debemos sentirnos para erigir ciudades, monumentos o declarar guerras de odio, para querer significar la vida.
Ya es innegable, nos hemos escindido de la naturaleza, por lo tanto es imposible retornar a ella. Sin embargo, tampoco hemos conseguido volar por encima de los cielos y los árboles. El mundo natural ya no existe para nosotros, está ahí en cada rincón en que no estamos. Esperemos tener la voluntad y bondad suficientes para que este mundo humano no sea una injusticia oscura ni represión. Intentemos (aunque no se pueda lograr) tender al regreso a la naturaleza.
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