En el anuncio todo era intrigante y prometedor. Una buena paga, desarrollo profundo del cuerpo mediante un duro entrenamiento, y esa omnisciente sensación que se lleva con un rifle y un uniforme verde (el casco no aparecía en la foto de la propaganda). Ya llevaba unos meses con dieciocho años, sin más escuela el servicio militar se veía la mejor opción. Siempre me habían dicho que tenía la pinta, con mi pelo corto, rostro tan promedio y la disciplina necesaria para acatar órdenes sin cuestionarlas. La verdad es que no soy un estúpido, pienso y repienso constantemente las cosas, pero hace ya tiempo que decidí fluir con la vida a través de una elegante indiferencia. He creído firmemente en esto para vivir con una resignada tranquilidad y paz de rutina, pero no lo suficiente para amargarme o querer tirarme de un puente.
A mamá y a mí nos serviría bien el dinero, me daba un poco de pena dejarla sola, aunque luego del primero año podría visitarla frecuentemente. Estaba decidido: En los próximos días mi identidad entera sería la del “Cabo Muñoz”.
Esa mañana me vestí como siempre y salí hacia la comisaría para obtener más información. Hacía frío, lo cual encuentro más agradable que un calor que obliga a transpirar sin la satisfacción de haber hecho ejercicio o de un buen partido de fútbol con amigos. Al llegar noté tranquila la zona, no debió haber muchos disturbios ayer a la noche. Entré y fui directo con un policía que pareció molesto por la interrupción de su cigarrillo de ocio. Le pregunté acerca del reclutamiento, pero se hizo el desentendido: “Esos temas se tratan en la oficina central. Tomate el tren y es la última estación.” Lo saludé recibiendo una respuesta poco convincente de su parte y salí hasta la estación de tren. Estaba lleno de gente y ninguno parecía estar al tanto de la existencia de algún otro. Calculé el tiempo del viaje y pensé que me aburriría largo, mejor haber llevado un libro. O tal vez no; si bien me gustaba leer, no era algo que hiciera seguido. No me agradaba que el mundo entero y sus reglas me fueran planteados por otros además de mí, sin embargo carecía de la habilidad de escribir, de jugar con las palabras, por lo que me hallaba bastante alejado del a literatura. La misma razón para no escuchar música, o para alejarme del arte en general. Con esta lógica parecería extraño marchar a las filas del ejército, pero seguir una orden era algo menor mientras la elección del servicio militar la hubiera hecho yo.
Para llegar a la central di algunas vueltas de más, mitad de perdido, mitad de paseante. Dentro del lugar se adivinaba una larga espera, pues en las sillas de la recepción aguardaban numerosos jóvenes de peinados variados, aún sin rapar. Observé a la secretaria, firme y severa, detrás de sus ojos pardos se escondían juventud y belleza. Completaba incansablemente formularios y con voz apagada llamaba al siguiente. En mi turno intenté ser agradable y creo que funcionó bien porque no té un esbozo de sonrisa junto con charla casual que me permitió averiguar que ella, Fernanda, tenía diecinueve años y estaba soltera. Quería seguir indagando en su vida, pero el formulario en verdad no daba para más. “Preséntese el 1º de Marzo aquí para ser trasladado junto con el resto de los reclutas a los cuarteles. Chau….suerte”
Las dos semanas siguientes se pasaron bastante rápido, entre charlas nostálgicas con mamá y la fiesta de despedida que me hicieron mis amigos llegó fugazmente el sol del primero de marzo. Tantos otros años anunciaba el inicio de las clases, hoy era el inicio del resto de mi vida.
Las cosas no resultaron muy distintas a lo imaginado: el sargento era gritón y siempre se la agarraba con el más miedoso, que era Sánchez. En las habitaciones me reencontré con el gordo Ibáñez, un viejo amigo del barrio que se había mudado. Más allá de él, el resto era nuevo para mí, a pesar de eso hice amigos rápidamente, como Cacho o el Turco.
Los primeros días dolieron, tengo que admitir. El levantarse extremadamente temprano para la preparación física no fue la bienvenida más cálida, pero por lo menos nos dolió a todos casi de la misma manera, lo cual resultaba reconfortante. Todos los días las flexiones, abdominales, el trote, el cumplir cada capricho del sargento como un café o el recitado de memoria del reglamento (con castigo si aparecía una pequeña falla) nos fue acostumbrando a la “vida fácil”, llamada así por los que han estado en la guerra, donde si uno se equivocaba no le gritaban, le disparaban.
Teníamos un breve receso para volver a las habitaciones y formarnos como grupo. El pequeño Sánchez (debido a su débil contextura física) era motivo de burlas y prendas, una vez le hicieron rehacer todas las camas, previamente desordenadas por los bromistas, para ocultar sus cosas y dejarlas en el baño mientras él cumplía la abusiva orden. El líder del grupo, Rodríguez “El hombre de acero” era el artífice de todas estas bromas destinadas a aplastar espíritus débiles para que además sean miserables. A mí me dejaban en paz porque mi amigo el gordo formaba parte de la banda principal e intercedía por mí, con eso estaba conforme.
A medida que pasaba el tiempo nos hacíamos más fuertes y organizados, manejar armas es más difícil de lo que parecía, pero uno estaba obligado a aprender porque quedarse atrás no era una opción (las frases del sargento se nos iban incorporando). Ya había establecido una rutina con la que estaba cómodo. Los domingos mientras la mayoría rezaba en la iglesia, yo le escribía a mamá acerca de lo bien que estaba ahí. No era religioso, yo nunca hice nada para molestar a Dios y él (o ella) nunca hizo nada para molestarme. Algunas noches salíamos el Turco, Cacho, Ibáñez, Sánchez, y yo hasta las afueras, donde asomaba el campo y el cielo estrellado le entraba en el pecho a uno. Nos sentábamos en ronda a tomar unos mates y a chusmear un poco. Así me enteré de que Rodríguez, el muy macho gustaba de visitar de madrugada la cama de Estévez. Gracias a esta confidencia Sánchez había dejado de ser torturado por el hombre de acero, a cambio de silencio. Sospechábamos que el sargento sabía de eso, tanto como de nuestras salidas nocturnas, pero hacía oídos sordos pues ya habíamos entrado en confianza.
La primera mitad pasó, sólo restaba la otra para terminar el entrenamiento e ir más a fondo en esta carrera. Me sentía muy emocionado, quería continuar en este lugar donde me sentía tan cómodo, y con mis amigos. Aunque el amargo aviso de los rangos superiores que presagiaba con seguridad que la mitad del pelotón siempre dejaba tras el primer año, lo cual parecía confirmarse al ver el resto de las compañías de número reducido. Yo deseaba que la tradición no siguiera vigente este año, realmente nos llevábamos muy bien.
Una nueva carta de mamá anunciaba que había encontrado un novio. Su nombre era Ricardo y se llevan muy bien juntos. Le dije que estaba feliz por ella y así era. Tema aparte, mis músculos se veían enormes y estaba muy orgulloso de eso. Esto lo noté porque nos hicieron otra vez estudios médicos y psicológicos, además de charlas con el sargento, la diferencia con la primera es que sólo llamaron a unos pocos de nosotros. Nos decían que era según un orden específico (no nos quería decir cuál) y a los demás se los llamaría al iniciar el año siguiente. La última prueba consistía en una sana pelea a puño limpio, para comparar fuerzas. A mí me tocó contra el gordo. Supongo que su “orden específico” era de más fuerte a más débil, y el enfrentamiento cuerpo a cuerpo era la forma de averiguarlo.
Debo decir que me sentí ligeramente decaído. Si yo me había hecho más fuerte, ¡lo que habrán mejorado los demás! Esto lo pensé porque Ibáñez me venció fácilmente, yo opuse resistencia, claro, pero su superioridad física quedó evidenciada. Luego terminaron los otros y volvimos a las habitaciones a contar la experiencia. Los ganadores de la prueba presumieron y sentí algo de amargura. Era tan predecible que fueran a hacer eso.
Para las fechas finales del año nos encontrábamos más relajados, aunque la exigencia se mantuvo igual, supimos manejarla. En la fiesta de navidad nos sentimos bendecidos por la llegada de un Papá Noel que nos otorgaba alcohol en exceso. No habíamos tomado en mucho tiempo. La alegría llenó el salón, tanto que hasta el sargento sonrió y bailó al ritmo de la música. Luego llegaron los fuegos artificiales, creo que todos nos sentimos niños de nuevo, por lo menos sé que yo sí. Me preguntaba si la celebración de fin de año superaría a aquélla.
Y ésa fue la gran sorpresa. El 31 de Diciembre era día en que se resumían todas nuestras vivencias en el cuartel, buenas y malas, tristes y graciosas, y otra sarta de antónimos que no vale la pena escribir. Creímos que nos dejarían dormir hasta tarde, pero nos despertaron como siempre, sólo que en esta ocasión no hicimos el ejercicio rutinario, sino que nos llevaron a un lugar custodiado, al cual nunca habíamos podido ir por no disponer del permiso necesario. Si bien estaba dentro del cuartel, era como un edificio enorme precedido por un patio. Ahí esperaba nadie más que el mismísimo General del cuartel. Al ponernos en fila el sargento lo saludó y se puso junto a él. Entonces el General Romero empezó a hablar:
“Sé que todos me conocen, así que saltémonos las presentaciones. ¿Quieren? Seré directo. Este ejército representa la fuerza, el trabajo de equipo y lo más importante de todo: la disciplina. Ah sí, es la falta de obediencia a los superiores lo que hace de este mundo el caos que es hoy. Por suerte aquí los protegemos de eso y les enseñamos el camino. Sin disciplina, todo el extraordinario entrenamiento que han tenido durante este año habría sido en vano. Por eso es que hoy cerraremos este ciclo con una prueba a la disciplina. La prueba final y más definitiva de todas. SI fracasan, fracasarán en todo lo que se hayan propuesto anteriormente…. (Aquí hizo una breve pausa cerrando los ojos y luego continuó) Para esta prueba se separarán en dos grupos establecidos por nosotros, entrarán en aquel edificio (Y señaló la gran estructura detrás de él) y darán caza a su respectivo enemigo, los cuales serán robots tan precisos como ustedes, así que sus vidas correrán riesgo, tengan cuidado. La instalación consta de dos sectores, cada grupo cumplirá su tarea en uno y el primero en terminarla pasará la prueba. Se les pondrá una vestimenta especial, e identificarán a los robots por llevar una del color opuesto. Creo que eso es todo, el resto se lo dejo a ustedes como sorpresa. Sólo me resta decir soldados, buena suerte”
Ya lo había entendido, el grupo perdedor se iría…. ¡Por eso la mitad del pelotón dejaba al primer año! No podía permitirme eso, aunque arriesgara mi vida destruiría a todos esos robots, uno por uno para ganarme mi continuidad en el ejército.
Nos mostraron la lista con las tropas, aparentemente estaba con Cacho y el Turco. También estaba el gordo Ibáñez, pero su nombre tenía una estrella al lado. Le pregunté al sargento qué significaba y contestó que el gordo era el líder de nuestro grupo, por lo que teníamos que seguir cada orden que él diera. Ahí comprendí por qué nos habían hecho esas pruebas, me sentí aún peor al pensar que si le hubiera ganado, tal vez yo sería el líder del grupo. Me di cuenta que el pequeño Sánchez estaba en el otro, era una lástima (no consideraba una victoria del otro grupo), pero sería mejor para él volver a su casa sano y salvo. Terminaron de vestirnos y armarnos, nos dieron las últimas indicaciones y marchamos a la batalla simulada, con peligro totalmente real.
Al principio no tenía miedo, lo tomaba como un ejercicio más, pero al ver que el interior del lugar era una simulación de un campo de batalla, las manos me empezaron a temblar. Era un bosque interminable y enorme, con un río asomando a lo lejos. El clima parecía haber cambiado por completo, era casi como si estuviéramos ahí, en la guerra, salvando nuestras vidas y la de nuestro país. Estábamos reunidos en nuestro campamento alrededor de una fogata, todavía no salía completamente el sol. El comandante Ibáñez, pensativo, nos dio la orden de separarnos en grupos medianos e ir explorando el área, designando un mensajero a cada grupo para que le contara al siguiente los datos del terreno o si había divisado al enemigo. Las reglas eran que, si se escuchaban disparos, todo el grupo iría hacia dicho lugar, y si alguno resultaba herido, sería llevado al campamento, con un médico y un guardia fijos ahí. Cacho quedó como el guardia. A mí me tocó en el grupo con Ibáñez, supongo que los amigos trabajan mejor juntos.
Iniciamos nuestra travesía con cautela, adentrándonos en el centro del bosque falso paso a paso, mirando repetidamente alrededor. A veces nos asustábamos de sombras o insectos, demostrábamos ser novatos. Atravesando en medio de los árboles sentíamos que estábamos solos, no se escuchaba ni una voz, no se veía ni un alma. El mensajero llegaba con las mismas noticias de todos los subgrupos: Nada. Sólo árboles, el grupo de más al este bordeaba el río, pero estaba tan muerto como nuestro entusiasmo. Es cierto, teníamos miedo de luchar, sin embargo queríamos hacerlo, nos decepcionaría encontrar que el lugar estuviera vacío, que era todo una trampa o una broma.
Más adelante y a la distancia, finalmente llegó: se oían disparos. Nuestros nervios se crisparon mientras íbamos hacia el lugar, rápida pero cuidadosamente y siempre bien escondidos. El cambio de panorama fue bonito de encontrar, terminaban los árboles y se extendía un campo abierto, aunque unos segundos luego de eso nos enfrentamos a la sorpresa más desagradable que pudimos encontrar; todo un subgrupo muerto a balazos por el enemigo. Al parecer se habían precipitado en la impaciencia y fueron un blanco fácil. Esos robots estaban por ahí, esperaban a una nueva escuadra de ingenuos que creían que no había nada alrededor. En ese grupo estaba el negro, a mí me habían asignado limpiar las habitaciones con él, y ahora estaba muerto. También Estévez y muchos otros. No lo podía creer, pero esos malditos no se saldrían con la suya, como dijo el general, “les daremos caza”.
Una mirada con Ibáñez y el resto del grupo nos bastó para tomar posiciones, esperando a que el enemigo se arriesgara a buscar a otro grupo y se expusiera a nuestras balas. Esto no tomó mucho tiempo, salieron dos hombres con máscaras como las nuestras, pero de distinto color, o no eran hombres, debían de ser los robots. Les disparamos directamente, pues ellos no nos veían y tuvimos tiempo de sobra para apuntar. Cayeron estrepitosamente y gritaron. La sangre chorreaba por todos lados, pero ¿acaso no eran robots? Esa tecnología que usaba el ejército era impresionante, tan real, tan humano. Los otros salieron rápidamente en auxilio de los caídos, de manera equivocada pues así los pudimos encontrar sin buscarlos y fueron abatidos tan fácil como sus amigos. Creímos que el área estaba despejada y seguimos camino.
Sin darnos cuenta, estábamos en plena batalla. Un par de mensajeros habían llegado anunciando la misma masacre, bajas por un lado, aunque afortunadamente predominantemente victorias. Nos dolía encontrar a nuestros amigos muertos, aumentaba el odio a esas máquinas humanas, les tirábamos sin pensarlo dos veces, pero algo no estaba bien, una especie de duda que inquietaba a todos y nadie se disponía a contar, la velocidad del enfrentamiento no lo permitía. El frente ya se había hecho evidente, con pequeñas disputas alrededor del centro del edificio, los enemigos eran numerosos, pero también nosotros teníamos a todos nuestros grupos reunidos y les plantábamos cara muy bien.
El gordo dirigía de forma inteligente, distribuyendo con precisión y ayudando a los heridos. Sabía moverse y era carismático, lo cual facilitaba el obedecerle y subía la moral ya que sus órdenes daban resultado; íbamos ganando. En un momento de recarga general, se me acercó y me dio una orden extraña, yo no entendí la razón de su pedido. Igual lo haría, era mi comandante. La palabra “disciplina” resonaba en mi cabeza.
Me aparté lentamente hacia el lugar donde originalmente nos enfrentamos a los primeros, cuidándome muy bien la espalda por si quedaba alguien merodeando o medio muerto que tuviera fuerzas suficientes para disparar. Por suerte no encontré nada de eso y continué hasta llegar a la pila de cadáveres donde yacían el negro y mis aliados. Luego avancé a donde nos tiroteamos con sus malditos asesinos, me preguntaba por qué el visor podía ver a través de las máscaras de nuestros amigos y no del enemigo, pues se veían bastante semejantes. Miré con odio a esos cuerpos tiesos, noté que uno de ellos llevaba una estrella en la cabeza, justo como la de Ibáñez, debía de ser el comandante enemigo, ahí muerto. Sonriendo, agarré su máscara y se la quité para encontrar una sorpresa que me hizo saltar los ojos y helar la sangre. Aquel rostro me era familiar, pero no podía ser, tenía que tratarse de algún error o engaño. Creo que para esto el comandante me pidió que registrara los cuerpos, quería estar seguro así que sentí el frío cuerpo de Rodríguez y noté su carne inocente, humana. No era ningún robot. El hombre de acero había muerto y todos los demás también eran mis compañeros. Probablemente el pequeño Sánchez estuviera ahí, pero yo ya no quería saber nada. Lo que pasaría a continuación no era decisión mía, sino del gordo.
Corrí sin cuidado hacia el campo de batalla, con los ojos vidriosos y el cuerpo totalmente helado. Llegué para encontrarme con que el baño de sangre seguía todavía y ahora lloraba las caídas de los dos bandos. Buscando al comandante divisé al turco luchando ferozmente y siendo alcanzado por una bala justo en la cabeza. Eché un grito al aire, ya no podía aguantarlo más, mis amigos estaban matando a mis amigos. Tantos juegos que compartimos, las salidas nocturnas para tomar mates a escondidas, nunca más eso turco, nunca más. “¡Te extrañaré amigo!” Grité, pero no se escuchó, probablemente no se hubiera entendido de todas formas.
Encontré a Ibáñez luchando por sobrevivir, la batalla recrudecía y todo se tornaba difícil, ya no me interesaba cual de los dos bandos llevaba ventaja. Nos apartamos a un lugar seguro y le conté lo que había visto.
-Entiendo.-Dijo, y cerró los ojos- Creo que lo mejor será no contar nada
-¿Qué?¿Pero vos estás loco?
-Escuchá, Fabián, ¡no podemos decirles! Si lo hacemos, todos nosotros vamos a morir. En el fuego cruzado no entran las palabras, es imposible hacer que los otros entren en razón.
-No. No es imposible. Y aunque vos seas mi comandante y mi amigo, no voy a dejar que sacrifiques así las vidas de todos.
-Por dios-Suspiró, hizo silencio un rato y continuó-Mirá que sos difícil che.
Llegamos a un acuerdo y marchamos hacia los previos mensajeros para que hicieran un último aviso: juntar a todo el ejército y llevarlo al campamento. La palabra se fue expandiendo, con dudas y desconfianza, pero si era orden del comandante, así debía hacerse. Una vez reunidos, Ibáñez dio las indicaciones del último plan. Si resultaba, esta carnicería terminaría de una vez.
Nos pusimos uno al lado del otro y fuimos marchando al unísono hacia el campo de batalla, donde estaba el enemigo solo. Tiramos nuestras armas en el camino, hubo un silencio total y únicamente se escuchaban nuestros pensamientos, combinados en una singular plegaria por salvarnos a nosotros y a nuestros aliados enemigos.
Entramos en el medio del campo abierto con nuestras manos levantadas. Algunos disparos volaron hacia nosotros y un par cayó al suelo. Al ver el gesto de paz que ofrecíamos, ellos no prosiguieron el ataque, pero se encontraban confundidos, y ya no tenían comandante al que pedir indicaciones. Fue entonces cuando todo nuestro grupo se quitó las máscaras. Uno a uno revelábamos nuestros rostros de carne y hueso, las lágrimas de dolor y la amarga sensación de engaño que recibimos de nuestros superiores. En un instante los del otro equipo comprendieron e hicieron lo mismo. Corrimos para abrazarnos y gritar y llorar, el gordo se convirtió en líder de todos y ordenó que buscáramos los cadáveres para darles luego un entierro digno. Nos juntamos a planear nuestra venganza contra los rangos mayores, tomar el cuartel no sería fácil, pero éramos muchos, jóvenes y llenos de ira.
A medida que entraba el mediodía se me pasaba el dolor desgarrador de la muerte. Lo pensamos bien y llegamos a la conclusión de que no podríamos hacer nada más que seguir adelante, recordando con orgullo a nuestros caídos. Conté y vi que, para mi sorpresa y la de todos, quedábamos exactamente la mitad de los que habían empezado el año. Nos preparamos para salir a recibir el año nuevo, los que todavía no se habían hecho los exámenes ahora se los tomarían, yo por mi parte quería ir a mi cama a descansar, olvidar un poco todo esto. Sólo recordaré lo siguiente: Habíamos ganado.
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