La guerra estaba ya lejana. Por fin el imperio lo dominaba todo, desde el lugar del que sale el sol hasta donde se pone. Mis ojos cansados veían con felicidad el ocaso de las batallas, de los gritos, de la muerte. Esos sucios bárbaros llenaron con su sangre las copas de las que bebemos ahora los vencedores. Pronto su descendencia será corregida, le impondremos nuestro idioma y costumbres.
Me sentía deleitado de poder decir a mis hombres que estaba orgulloso de ellos, por su valentía y entrega. Marchamos al campamento, esta vez el cuerno no anunciaba masacres, sino fiesta. Nuestras banderas adornaban el lugar, el vino y las mujeres no tardaron en aparecer y el bullicio se hacía escuchar a lo lejos, seguramente hasta la capital. Los trovadores cantaban acerca del heroísmo de estos soldados, material para sus historias no les faltaba, pues los enfrentamientos habían sido largos, casi eternos.
Reíamos y maldecíamos los nombres de los difuntos enemigos, rezábamos por el destino de nuestros caídos. El jolgorio se fue a pasear y durante un rato dio lugar a la melancolía, el recuerdo de nuestras familias en casa parecía tan distante, tan etéreo, que nos sentíamos aliviados de iniciar el regreso a la tarde del día siguiente. La embriaguez nos hizo imposible evitar el vergonzoso acto de derramar lágrimas, y se sabía que luego de tal revelación la alegría ya no volvería como antes, había llegado a su pico horas atrás.
Poco a poco fuimos cayendo víctimas de Morfeo, algunos sobre sus camas, algunos en el piso, y otros sobre otros compañeros. Creo que concluímos nuestro festejo de la mejor manera, y ahora sólo restaba descansar y dejar a los esclavos el trabajo de limpiar. Cuando mis ojos se cerraron sentí movimiento, mi alma me llamaba a un lugar extraño que nunca antes había visitado.
No estaba seguro si era un sueño o algún tipo de visión, tal vez los dioses me habían elegido para ser su mensajero, aunque pronto me daría cuenta que no era así, ya que me encontré perdido en una habitación bizarra, desconocida para mí. Me sentía raro, con ese frío que azota a uno cuando descubre que está completamente solo. Algo en mi pecho me molestaba, quería liberarse y llorar, pero...¿de dónde provenía esta culpa? Tal vez me había trasladado al hogar de algún bárbaro, tan vacío como mi ser en aquel momento. Era normal, los habíamos arrasado a todos, no quedaba ninguno.
Sobre mis hombros cayó en un instante la sensación de la guerra, pero no la que yo siempre tuve, sino la de la cruda derrota. No pude más y lancé al aire un doloroso alarido de pena. A continuación escuché un chillido, sentí una vibración, y traté de encontrar al causante de aquel extraño ruido. Era casi como si hubiera esperado a mi grito para callarme efusivamente. Miré hacia mi izquierda y la vi: una pequeña bolita yacía sobre una mesa de madera. Tenía agujas que se movían, pero no servían para tejer o para la guerra. Una iba muy rápido y la otra se tomaba su tiempo, ambas apuntando a una serie de símbolos que no pude descifrar. El sonido seguía, saltaba y chillaba, la campana era golpeada repetidamente y no sabía cómo hacerla callar. Al cabo de unos minutos lo hizo, por gracia divina. Seguí mirando el objeto por un tiempo, luego recordé que era todo un sueño y traté de despertar. No lo logré, y justo cuando me lamentaba, como si lo hubiera intuído, la pelotita volvió a cantar. Finalmente comprendí: ahí dentro habitaba un alma que trataba de comunicarse conmigo, se lamentaba, quería salir, era obvio. Pensé que podría ser un bárbaro, pero al segundo refuté esta idea, los bárbaros no tienen alma. ¿Será algún compañero mío que acaso habré traicionado? No, ni siquiera por coincidencia, jamás pasó eso. Entonces me di cuenta, esa pequeña, ínfima vida con forma de pelota, que sollozaba sin cesar, era yo, tratando de escapar del sueño inmortal.
Al final desperté, mis hombres se habían ido sin mí a nuestra ciudad. Estoy perdido, nunca volveré a ver a mi familia. Parece que los dioses sí me habían elegido, pero no para ser un profeta, sino para maldecirme.
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