Mientras escribo, la noche cubre con su manto más melancólico este paisaje que se aleja lentamente, con el tren mirando en dirección opuesta, y los rieles crujiendo duramente. En este fragor ensordecedor se refugia mi culpa, y puedo sacar a relucir mi indiferencia de sangre fría. Las tímidas luces del techo permiten a los pasajeros dormir de sus pasados, de sus remordimientos, son pequeños destellos de posibilidades esperanzadoras, única creencia verdadera del hombre errante. Porque para el viajero no existen dioses o culturas, sólo el brillo de lo desconocido, que puede ser cualquier cosa menos una prisión para la imaginación.
Ellos caminan con la certeza de que el ser humano nació libre de todo pecado, y que se puede nacer varias veces a lo largo de la vida. Por supuesto, yo no creo en todas estas tonterías, esa maraña de sofismas inventados para regocijarse en la propia triunfante soledad de la mente que maneja al cuerpo. Nada más común en la tierra que la traición, y junto con la traición, las tapaderas, las palabras encargadas de reducir nuestra condición humana a espejos. Somos una semilla incrustada en el centro mismo del mal, de eso estamos hechos. Y quien no quiera verlo es un cobarde. Más allá de cualquier discurso permanece el inefable mal, por eso callamos el secreto y miramos a los criminales con falsa reprobación, admirando para nuestros adentros la genialidad de los que intentan recobrar la pureza perdida.
Pocas cosas se le asemejan. Quizás la furia o la exaltación durante el acto sexual. Pero no, es para el otro lado. Es en el más crudo frío, lleno de ideas de gritos ahogados, donde una mirada severa clava la realidad en la piel. Y esta marca indeleble, de rojo congelado, cuyo sello aparece con suerte una vez en la vida, es la que concede el poder de alimentarse del polvo, de no hablar nunca más. Es como una muerte, la víctima queda impregnada como un instinto, en medio de los ojos. Desaparece el correr, en esa quietud la fina fiera se envuelve de sombras y muerde la herida, por el puro placer de la sangre, y, con la lucidez intacta (de hecho, más encendida que nunca) se inicia el solitario camino del cuervo. Los colmillos aúllan bien hambrientos, piden más. Es ahí cuando se debe esquivar la lujuria y escapar. Yo elegí el tren.
Estoy rodeado de tahúres y granujas de la peor calaña. Los veo fumando sus cigarrillos repugnantes, sin embargo no me provocan nada. Una leve mueca de disgusto, pero no se atreven a acercarse porque huelen la muerte en mí, y no es un sabor ordinario, sino el miedo mismo. Cuando este tren llegue a destino, muchos dirán a sus amigos o a una prostituta "esta vez sí que lo he visto, llevaba un abrigo negro y todos los sepulcros en los ojos".
No sé qué haré, ahora que mi objetivo ha sido cumplido, no pretendo manchar mi historia con torcidas acciones futuras. Pero...¿por qué no he encontrado todavía mi calma? Maldito torbellino insoportable. Rechino los dientes, serán acaso mis suspiros, o las ansias de buscarme en los otros, de reconocer mi propia oscuridad fuera de este cuerpo, sin condena ni vergüenza. Sí, puede ser eso. Creo que hemos hecho el silencio suficiente, es hora de gritar, pero de otra forma. ¡Que todo este sucio pasillo me escuche rugir! ¡Soy el asesino de la humanidad, soy el mal! Vengan, gusanos, mírenme, he bajado todos los escalones y fatigado estas tierras tenebrosas. Ahora he vuelto. Vengan, gusanos, espero sus golpes como el sediento pide una tormenta que lo ahogue. No quiero escucharme más, así que hablen ustedes. Agárrenme de brazos y piernas y arránquenme las palabras, se las regalo. Después de todo, somos hermanos, y estoy harto de esperar en esta noche muerta. Asomarán los primeros rayos del sol, y yo romperé mi sello. Hablaré y estaré listo para recibir la dulce marca en mi pecho.
Gracias! quién sea que seas me aportaste suficiente material para completar el libro, que planeo publicar en alguna editorial, a propósito la ''Carta a los Gusanos'' me gustó en particular.
ResponderEliminarSaludos desde Barcelona.