Mientras el sol asomaba tímidamente, los duros edificios imponían un temprano Buenos Aires, que rociaba el aire con su apagado frío matinal. Unos pájaros silbaban a la vez que eran imitados por algunas personas, las pocas despiertas a esas horas inciertas. La gente dormía, los que silban son siempre repartidores de diarios, borrachos, los otros. El silencio daba lugar a la luz, los cantos al sonido reconfortante del noticiero, que anunciaba que eran las siete y cuatro de la mañana (horario normal para despertarse), que había dos grados de mínima, pero que no iba a llover.
Para la parte de deportes y espectáculo, Sebastián ya se limitaba a escuchar un murmullo que le recordaba lo solo que estaba, y al mismo tiempo le hacía compañía. De todos modos, pensamientos como éste ocurrían a un nivel subconsciente, si bien recurrentes, no parecían turbar mucho a Sebastián. Prefería usar su tiempo en trabajar, y en leer el diario en cafés porteños, en lugar de ponerse a analizar algo que él no creía existente.
Se lavó la cara, desayunó sus tostadas con mermelada, prestando atención al ruido que hacía cada vez que masticaba, y se quedó mirando la televisión, como perdido, hasta que se dio cuenta que había estado ignorando una noticia importante. Temperatura mínima dos grados, lo mejor será abrigarse, pensó.
Apagó el televisor, el breve momento de distracción había terminado. Se puso su traje y se calzó los zapatos. Se dispuso a abrir la puerta. Un momento, pensó. Volvió al comedor a agarrar una bufanda. Sonrió ligeramente por saberse prevenido contra frío.
Al salir, Sebastián escuchó a los pájaros que seguían cantando, sin personas que los imitaran. Hacía mucho frío. La bufanda no había cambiado mucho. Miró caras conocidas del barrio, no lo saludaron porque conocían la personalidad tímida de Sebastián, y la respetaban. Con la mirada fija al piso, llegó a la boca del subte, donde se prolongaba el abajo, y sus ojos se cuidaban de hacer coordinar los pies entre los escalones. Incluso hallaba esto divertido, poder fijar su mente en algo. Pagó un boleto, cruzó el molinete y se metió en el rejunte de olores e indiferencia. Ahora hacía calor. Se entretuvo leyendo las propagandas. Estaban arriba en los costados, y la forma en que Sebastián inclinaba la cabeza lo hacía ver de un modo un tanto ridículo. Miró interesado un anuncio de pelucas. Ya llegando a los cuarenta, se le había empezado a caer el pelo. Recordó haber mirado la misma publicidad una semana atrás. Después de un rato, fijó su atención en un punto, esforzándose por no mirar a nadie.
Su trabajo era rutinario y no demandaba mucho. Se encargaba del papeleo en un juzgado. Bien podría estar llenando papeles de cualquier otra cosa, eso se le había ocurrido un día sin mucho que hacer. Nunca más pensó en eso.
Era eficiente. Nada extraordinario, pero cumplía lo que le pedían, y se cuidaba mucho de no equivocarse. Le molestaba un poco que su jefe, el señor Martínez, fuera más joven que él. También le molestaba que Eva, la secretaria del señor Martínez coqueteara con él, dirigiéndose con una risita adolescente que insinuaba pero nunca revelaba del todo. A Sebastián sólo le daba miradas cortantes, en una ocasión se rio de un chiste que hizo respecto a su jefe. Fue la única ocasión, Sebastián tiene memoria para estas cosas y recordaría si hubiera habido otra.
La hora del almuerzo la pasaba en el café de la esquina, "Los Amigos", donde siempre se pedía un tostado y un café, y se veía, justamente, con su amigo Carlos, conocido de hace muchos años. El dueño del bar, Daniel, también le resultaba agradable. Se podía decir que "Los Amigos" era uno de sus lugares favoritos, y con un nombre bastante acertado.
Al volver al juzgado, Sebastián se encontraba con que el señor Martínez traía a sus amigos, fingiendo estar trabajando pero en realidad charlando. Eran dos, un monigote de voz aguda e irritante, el Tano, le decían. El otro era Losso, tipo enorme que parecía un ropero. Este personaje lo intimidaba a la vez que le generaba repulsión. Sebastián se sentía superior, pero permitía las burlas que le hacían Martínez y sus amigotes, que lo veían como un tipo aburrido, escuálido, y sin éxito con las mujeres.
En el subte de vuelta a su casa, pensó en ese viaje, que era la repetición del primero. Pensó en el almuerzo, que era la repetición del desayuno, y en volver al juzgado, repetición de la primera vez que entró. Este tipo de ideas lo recorrían constantemente, pero no pasaban de palabras superfluas que decoraban su existencia. Para el momento en que quería profundizar, ya lo abrumaba el mundo. En este caso, el mundo era el noticiero de la tarde que sonaba en su casa, otra repetición que hablaba de las atrocidades cometidas en las calles. Las noticias no servían mucho a Sebastián, quien no salía casi a ningún lado. Obviamente esto no lo pensó. Entre un nuevo secuestro en Castelar y una propaganda de detergente se quedó dormido. Nada fuera de lo común, generalmente despertaba para la novela, que indicaba la hora de cenar.
Se preparó unos fideos con tuco y queso. Pastas, simples pero cumple. Un poco como yo, y se sintió avergonzado de compararse con un plato de fideos. Se puso a ver la novela, la había enganchado hacía poco, pero desde cualquier capítulo se podía deducir el resto de la trama.
Desvíado de la televisión, se empezó a concentrar en un detalle que, al parecer, había pasado por alto. Sobre el sillón reposaba su portafolios, el que llevaba al trabajo. El minúsculo detalle consistía en que el portafolios parecía estar abierto. A los ojos de Sebastián, sin embargo, ésta no era una cuestión menor, ya que estaba seguro de haberlo cerrado, como hacía todos los días al llegar del juzgado, y si estaba abierto, sólo se podía explicar con que alguien más la había abierto. Alguien aprovechó un letargo para entrar en su casa y abrir el portafolios y pasearse a sus anchas.
Como es lógico, lo primero que hizo Sebastián, luego de haber salido de su sorpresa fue ir y revisar el portafolios, para asegurarse que todo estuviera en su lugar. Lo que descubriría apenas la abriera constituiría un acontecimiento clave en la vida de Sebastián, central en este relato.
Brillantes, como observándolo, se encontraban cientos de billetes, una cantidad pocas veces vista, sólo en ofertas de hombres millonarios en alguna película. Estaban desparramados, desordenados. Sebastián los contó; había suficiente dinero para que se retirase ese mismo día y no tuviera que trabajar ninguno más.
Yacía sentado en el piso de su departamento, apilando los billetes de forma automática, con la cabeza repleta de preguntas. ¿Cómo habían llegado hasta ahí? ¿Era real lo que veía, o una ilusión? ¿Acaso serían billetes falsos? Los interrogantes no tenían fin, ni tampoco respuesta.
Contempló la pila de dinero con extrañeza, como si no pudiera pertenecer al mismo grado de realidad que él. Empezó a dilucidar el misterio, encontraría luego que sin éxito alguno. Primero se le ocurrió que podría ser consecuencia de una equivocación; habría tomado por error el portafolios de algún mafioso corrupto del juzgado. La hipótesis se derrumbaba con una inspección del contenido del portafolios. Aparte del dinero, adentro estaban sus papeles. El portafolios era suyo. Ya lo sabía. Había construido la idea por mera formalidad.
Que alguien lo hubiera puesto ahí. Su suposición inicial. Mientras dormitaba, alguien desconocido se había escabullido a su departamento para dejarle ese dinero, por razones también desconocidas. Sebastián se dedicó a revisar exhaustivamente su hogar, para hallar que todo seguía exactamente igual que antes de haberse quedado dormido. No había señales de que la puerta hubiera sido forzada, ninguna huella tampoco. La idea de que alguien le hiciera semejante regalo, pretendiendo permanecer en el anonimato, se hacía inverosímil. Pero aunque hubiera una remota posibilidad, Sebastián debía investigar a fondo hasta encontrar a este donante misterioso, pues no se permitiría recibir un regalo tan grande. Por un lado, no se sentía digno, y al mismo tiempo, no quería la lástima de nadie. Era imperativo devolver el dinero. Este pensamiento lo carcomía. Jamás se le pasó por la cabeza gastarlo en vacaciones o en mudarse a un departamento más amplio. Podría incluso comprarse todos los libros de derecho que siempre quiso, y no tendría que seguir soportando al señor Martínez. Pero no pensaba estas cosas. El único momento en el que pensó en el señor Martínez fue al hacer su tercera hipótesis, que más bien era una variante de la segunda. Se le ocurrió que si nadie había invadido su casa, entonces el dinero había estado en el portafolios desde que Sebastián se encontraba en la calle, o incluso antes. Esto le pareció extraño, ya que no recordaba haber visto el dinero al llegar a su casa y abrir el portafolios para revisar documentos de trabajo, como hacía todos los días. Pero en esta ocasión decidió no confiar tanto en su memoria, así que prosiguió con su teoría, que señaló como sospechosos a los cuatro individuos del juzgado . El señor Martínez, con su sonrisa maliciosa, que buscaba constantemente la desgracia ajena. Sus secuaces, el Tano escurridizo y el obtuso de Losso. Y, por supuesto, Eva, tan bella y traicionera, tan mujer. No se permitió acusar a Carlos ni a Daniel, sus amigos del bar, pues ellos nunca se atreverían a causarle un mal tan grande -la responsabilidad del dinero- que representaba una culpa enorme y una decisión muy pesada para su consciencia. Era obra de un genio del mal. Si no trabajara con seres malvados, su siguiente teoría iría a estar relacionada con algún ente sobrenatural. Por suerte, la tercera hipótesis encajaba, sólo le restaba descubrir cuál de los cuatro había sido.
Del Tano no desconfió mucho; era un hombrecito pequeño y débil, en algunos sentidos como él, Sebastián, el plato de fideos. Losso era muy imbécil como para poder fraguar un plan así. Estos dos huecos se llenaban con ambos secuaces uniendo fuerzas; el Tano el cerebro y Losso la estúpida marioneta. Antes de sospechar de un plan en conjunto prefirió seguir analizando a cada uno individualmente, para pasar de lo simple a lo complejo.
Continuó y pensó en Eva, pero la descartó rápidamente. Sus batallas ocurrían en el terreno del amor y la sensualidad, ajeno completamente a Sebastián. Ella no tendría manera de llegar a él por otros medios distintos de ésos.
Finalmente, su dedo señaló al vil hombre que, según Sebastián, hacía su vida miserable. El señor Martínez disponía de las malas intenciones y del cinismo para efectuar ese plan. Meter un montón de dinero en el portafolios de Sebastián, sin que éste lo notara, para atormentarlo. Pues, lo había logrado.
Pasó la noche entera al lado los billetes, hasta que salió el sol y se hizo hora de ir a trabajar. Salió sin desayunar, sin ver el noticiero, se dirigió como una bala al subte, pensando en el señor Martínez y rechinando los dientes. Lo voy a agarrar, se dijo. Cuando me vea no podrá evitar reírse, y ahí lo voy a desenmascarar. Luego en el subte comenzó a fantasear con Martínez siendo despedido y con él acostándose con Eva en el escritorio del ex-jefe.
El subte estaba especialmente sombrío ese día, y ahí su sonrisa se fue reduciendo a medida que la idea se le venía a la cabeza. Llegó al juzgado, Eva reía por los comentarios vanidosos de Martínez, que hablaba altivo y sorbía su café. Sebastián sostenía el portafolios con firmeza. Lo miró fijo a su jefe. No obtuvo la reacción que esperaba. Estás pálido, le dijo Martínez. Y mirá tus ojeras, ¿estás bien?. Sebastián sostenía el portafolios tan fuerte, con el puño apretado, que empezó a temblar. También le rechinaban los dientes y no dejaba de mirar fijo a Martínez, el maldito Martínez, y a Eva, la puta de Eva.
Pasaron unos segundos, que la tensión multiplicaba en apariencia. Después de un rato, Sebastián cedió al forcejeo que ocurría en su interior. Agachó la cabeza y hundió los hombros, más que de costumbre, y contentó al señor Martínez. Sí, estoy bien. Su jefe y Eva se le quedaron mirando, y Martínez le concedió un 'bueno'.
La mañana de trabajo transcurrió con normalidad. Llegó la hora del almuerzo, y Sebastián salió caminando maquinalmente hacia el bar "Los Amigos". Carlos estaba parado en la puerta esperándolo. Notó cierta turbación en su semblante y un andar desganado. Le preguntó si se encontraba bien, pero no respondía. Miraba al frente, como si hubiera sido despojado de su razón, y siguió caminando más allá del mar, aparentemente sin notarlo. Carlos decidió ignorarlo, pensando que había tenido un mal día, y conociendo el carácter extraño y reservado de Sebastián se le ocurrió que simplemente necesitaría su espacio.
Cuando hubo llegado a la avenida divisó la boca del subte y se metió acelerando un poco el paso. Atravesó el molinete y se paró en el andén. Dejó pasar unos cuatro o cinco subtes. Sus ojos quietos no miraban a ningún lugar. Pero con la llegada del siguiente subte sucedió la última repetición de la vida de Sebastián. La idea que había tenido durante el viaje de ida, esta vez hecha acto.
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