Me encontraba en otro frío día matutino, de los que lo tientan a uno a quedarse en la casa tomando un té humeante, tal vez verde o de manzanilla, cuando salí de mi casa para iniciar nuevamente mis estudios y seguir contribuyendo al sistema.
Era Primavera, cuando el sol sale cada vez más temprano y con él los múltiples porteros de los edificios a limpiar la respectiva porción de calle que pertenece a los mismos. Nada del otro mundo, un puñado de hombres (y a veces, con un número en aumento por la igualdad de trabajo, mujeres) repartidos a lo largo de Culpina lacerando el piso con baldazos de agua helada y en ocasiones deciden ahogarlo lenta y cruelmente con una manguera, o realmente, con lo que sale de ella. Siempre que los veo siento una mezcla de rabia y pena, pues no dejan de atacar a lo que más deberían apreciar, esos trozos de piedra les dan trabajo al fin y al cabo. Pero no, hasta priorizan a los transeúntes enormes que pisan descaradamente su sostén. Los odio. Yo por lo menos mido mis pasos y pido perdón cada vez que creo haber lastimado a la vereda.
Por eso, luego de las cuatro cuadras que camino encuentro mi expiación en el sufrimiento de viajar en colectivo, que se asemeja a un parto. El calor y frío, apretujados, enterrados con un silencio mortal debido al miedo a la interacción entre desconocidos, Dios no permita que hable a alguien cuyo nombre no sé. Se cierran las puertas, entran las monedas, falla una y vuelve a pasar, esta vez de forma exitosa, y luego de haber encontrado un lugar fijo relativamente cómodo se pasa al padecimiento sistemático del viaje, mirando con ojos de zombie a la ventana, a veces a ningún lugar. Sin música por temor a la sordera causada por el uso constante de auriculares, pero con un sueño terrible, el peso del año que cada vez duele más cae sobre mis párpados y los hace cerrarse.
De repente y como una epifanía lo vi: otro de esa jauría de porteros, sólo que diferente. No sé si eran sus manos de oro o su concentración fija. La manera en que dominaba el manejo de la escoba era impresionante, hipnotizante prácticamente. Parecían como caricias, masajes de un profesional, o una madre arropando a su hijo, espantando a los malos espíritus y con un beso asegurarle que todo estaría bien. No lograba fijarme en que para ver mejor corría bruscamente a los demás pasajeros, aunque esto hizo que dirigieran la mirada hacia aquel lugar extrañamente atrapante. Fue mi primer impulso el bajar, luego me puse a una distancia razonable de él para que pudiera continuar con su labor. En el colectivo, las personas llevaron su atención hacia la escena. El chofer debía estar mirando también, pues el bus no se movía ni parecía tener intención de hacerlo. No sé cómo, pero podía escuchar su silencio, notarlos mirarme a mí mirándolo a él, todo se asemejaba a una película.
Indescriptible era la ternura que causaba en mí tal trato maternal. Por un segundo me sentí inconsciente, atravesado por la tranquilidad como una flecha, en mi mente ya no existían la escuela, el dolor ni los porteros malos. Como un espejo se vio reflejada en mí esta sensación, ya que todo el mundo comenzó a sentarse cerca mío y después alrededor del artista para contemplar su acto. Se respiraba el silencio más cómodo de todos, ojos fijos en dedos suaves de seda que hablaban al piso y lo hacían sentir que era cielo. Nos sentábamos sobre nubes, delicadamente cuidadas por un ángel de estatura baja.
No sé bien cómo ni cuándo empezó, pero una vez tirada la primera ficha de dominó, el efecto no tardaría en expandirse. Así fue, detrás mío divisé una congregación nueva en otro edificio, menos bello, menos puro. Habíamos encontrado un falso ángel con falsos seguidores, y nuestro grupo no veía esto con buenos ojos. Descubrí que, en los lentos diez minutos que pasaron, mis compañeros espectadores y yo habíamos llegado a un estado de unión y empatía tal que no requería necesidad de palabras que lleven a acciones.
Creo que fue el de rulos, que le daban un aire joven y rebelde, el que tiró la primera ficha. Un piedrazo que dio justo en la cabeza de uno de los fans e inició las hostilidades. Muchos lo miraron y se ensañaron en tildarlo de violento, pero esto daba igual, pues él hablaba por todos nosotros.
Tomamos posición, tachos de basura como escudos y piedras o palos de armamento. El muchacho con anteojos de sol lanzaba bien y los gritos de las mujeres eran bastante desmoralizadores. Los problemas empezaron durante la captura del primer auto por parte del enemigo, contaba con un pelado fornido con aspecto de ex convicto, intimidante y fuerte. Mucho más resistente que un tacho de basura, el automóvil tenía una capacidad de guarnición para cuatro personas y cubre el terreno de la calle en su totalidad. Acto seguido, hicimos lo mismo, de a muchos juntamos una camioneta y la ilusión de nuestro líder dominando la zona se vislumbraba cerca. Con la moral en alza debimos habernos confiado, de otra forma no nos habrían quitado a una de las mujeres para utilizarla de escudo. El tiempo corría y el rencor crecía, nuevas oleadas de gente venían con cada colectivo que pasaba, mas las fuerzas siempre se hacían parejas. Entre los escombros de la pelea hallamos una soga con la que atamos entre cuatro al pelado y lo tiramos abajo, bien merecido que lo tenía. Una joven salió de atrás y rasguñó en la cara a mi compañero, el de la remera con una estrella azul. La agarramos y la llevamos a la prisión improvisada de tachos de basura, los autos no se usarían porque si los juntábamos tendríamos que preocuparnos por una revuelta de prisioneros.
Las tácticas de un bando eran imitadas rápidamente por el otro, culpa de los mensajeros, idea nuestra. Tanto revuelo había generado cantidad considerable de humo. Temporalmente ciego, escuché a uno de los mensajeros acercarse a lo lejos y le aclaré mi posición gritando. Me tomó de la panza y me llevó a la base enemiga, maldito bastardo. Ahora en su cárcel, debía encontrar una forma de escapar.
Mi rabia era inmensa, yo sabía la verdad y no permitiría que me encarcelaran unos tontos equivocados. Podía zafarme del tacho luego de forcejear un rato, pero el guardia me encontraría a tiempo para volverme a meter y vigilarme con más frecuencia. Necesitaba una distracción y la obtuve cuando mis aliados incursionaron en la zona, obligando a mi vigilante a enfrentarlos, permitiéndome escapar. Un pensamiento me recorrió completo como un escalofrío, era tiempo de cambiar las cosas.
Corrí buscando nuestra base, era preciso volver. El humo hacía todo tan difuso e igual que no distinguía Rivadavia de Malvinas Argentinas, la hora del día era indescifrable. Di vueltas mil veces hasta llegar a los lugares más recónditos, mas era imposible encontrar lo que buscaba. Luego de un rato de estar parado me di cuenta; debía estar en la zona donde el humo se revolvía. Paseé rápidamente mis ojos y...¡Eureka! Ahí estaba. El gran mago, por quien valía la pena luchar y generar tanto lío. Seguía barriendo, pero en su semblante se notaba la incomodidad, eso no podía permitirlo, ni tampoco tenerlo en medio del fuego cruzado. Lo tomé y escapamos fugazmente de ahí. Crucé con los ojos cerrados y sin mirar atrás, me dolía dejar a mis compañeros, en parte sentía que los traicionaba, pero todo valía por la causa.
Una vez afuera solté su cuerpo y me arrodillé ceremonialmente ante él.
-Mi señor, ahora está a salvo, debo escoltarlo a un lugar seguro.
-¿De qué estás hablando? ¿Vos fuiste el que generó todo ese quilombo?
-Es imperativo que dejemos este lugar.
-¿Estás loco? Yo me voy, solo.
-Pero....pero ¿Y la causa? ¿La batalla, todos los aliados caídos?
-En serio, no te entiendo. Yo no estaba involucrado en esa pelea ni pienso estarlo. Ahora me voy, no quiero estar más acá.
Me miró serio y se fue.
Comencé a vagar de manera errante por la calle tranquila, sin poder digerir todo lo que había pasado. Una lágrima cayó sobre mi cara y mis ojos no eran capaces de ver a otros por la vergüenza. Iba pateando una lata, el sonido llenaba el aire sin humo, sin ruido. Comprender las cosas resultaba doloroso, pero mejor resignarse e ir a la escuela de una vez.
Creo que la batalla aún continúa, en esas frías calles sin tiempo, ya despojados de líder, verdad o justicia. Ese círculo macabro de humo y griterío parece tan ajeno a todos, pero dentro de nosotros sabemos que lo causamos y contribuimos con que siga. Al final de todo, la calle, el mayor tesoro, resultó la más perjudicada.
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