lunes, 11 de octubre de 2010

Un escrito camusiano

...Y así terminaba de escribir para entrar en un descansado letargo, se le había ocurrido la idea hacía ya un mes. Sus problemas para conciliar el sueño se vieron menguantes noche tras noche en las páginas de su cuaderno, transformando en tinta las vivencias de su día, que bailaban sobre el papel y a la vez lloraban por ser verdad en lugar de una mera novela ficcional, con un protagonista solo, insípido y desabrido que le duele el existir. La vida lo atraviesa suave como un cuchillo delgado, lenta y silenciosamente se desespera de lo normal, busca en vano alguna salida de esta caja sellada al vacío. Relee sus escritos anteriores y se da cuenta que patalear y gritar no sirven de nada, tampoco el fingir. Es como un hambriento en una biblioteca, no tiene nada que hacer en este mundo.
Nunca hubo chispas de emoción, o el descubrir de su propio ser, sólo esa fría sensación de un hombre que no es más que eso, polvo en la arena. Tanto deseaba música estridente, un rock progresivo, acaso un jazz multi instrumental de lo que escuchan las personas cultas. Pero esos anhelos estaban imposibilitados, no por su capacidad, sino debido a una especie de fatalidad poética, la desdicha inimpugnable que buscaba él mismo, artista desconocido y oscuro, reconocedor de formas y palabras, pintor de la vida y las estrellas, lacerado por el látigo del silencio. Era actor de una tragedia que nadie vería, o tal vez sí, si publicaba su medicina/biografía. Igual de terribles eran ambos destinos, que el mundo conozca su historia o se prive de ella y no vea otra luz que llora en el espacio. No podía hacerlo, sería traicionarse a sí mismo, haber vivido un doloroso nihilismo para entretener a algún lector que no entendería su problema, ni siquiera si se pusiera a reflexionar. Dejar sus palabras al viento era propio de él, lo más cómodo y predecible, pero sentía una puerta que se abría, una forma de dejar de ser, comenzar a disfrutar durmiendo en la ignorancia de un posible best-seller. Cavilando en sus tribulaciones fumaba como loco, su traje olía a nicotina y desolación. Se agarraba la cabeza porque sentía que iba a explotar, temía encontrar nuevas decepciones, porque sabía que lo único infinito en la vida era la tristeza humana.
En un grito miró hacia el techo, aunque sus ojos estaban ciegos. Al abrir su boca en la exclamación dejó caer el cigarrillo en los manuscritos convirtiéndolos sorprendentemente rápido en ceniza. Ahí estaba, de vuelta a sufrirse a sí mismo. No fue un momento trascendental en su existencia, ni siquiera le dio tanta importancia. Se volvió a dormir pensando en que no había sentido de la vida y bien daba lo mismo entregar los papeles a una editorial o quemarlos, y lo segundo daba menos trabajo.

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